Cristo, la piedra angular
El amor a Dios y al prójimo es la clave de la felicidad humana
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y más importante mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22:37-39).
En la lectura del Evangelio del trigésimo domingo del tiempo ordinario (Mt 22:34-40), Jesús nos dice que el amor a Dios y al prójimo es la clave de toda felicidad humana. Si no amamos a Dios de todo corazón, y si no amamos a los demás con la misma consideración que tenemos por nosotros mismos, no podremos prosperar como seres humanos ni alcanzar la paz y la alegría que se nos promete como hijos de Dios.
Jesús nos dice que el amor es el camino hacia la plenitud de la vida, pero, ¿qué significa el amor para los seguidores de Jesucristo? “Amor” se utiliza con demasiada frecuencia para denotar emociones o impulsos físicos que no son más que sentimientos positivos o autogratificación. Y muchas veces, cuando decimos que amamos algo, lo que realmente queremos decir es que nos atrae, que nos agrada de alguna manera.
Amar a Dios y al prójimo es distinto. El verdadero amor implica sacrificio y compromiso, y exige que nos olvidemos de nosotros mismos y prestemos nuestra atención plenamente y sin reservas a Dios, en primer lugar, y después al prójimo.
El amor requiere que nos dediquemos desinteresadamente al bien de los demás como expresión de nuestra completa devoción a Dios. El amor exige que nos deshagamos de todo lo que se interponga en el camino de servir a Dios en nuestros hermanos y hermanas, y a través de ellos.
Amar no es fácil. Requiere sacrificio y vaciarse de sí mismo. El amor nos desafía a poner en orden nuestras prioridades y a rechazar cualquier promesa vacía que nos haga creer que hay algo más importante que amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
En la primera lectura del Libro del Éxodo, el mandamiento de amar al prójimo se expresa en términos concretos:
No engañarás ni maltratarás al extranjero, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto. No afligirás a las viudas ni a los huérfanos. Si llegas a afligirlos, y ellos me piden ayuda, yo atenderé su clamor. [...] Si prestas dinero a alguno de los pobres de mi pueblo, que viva contigo, no te portarás con él como un prestamista ni le cobrarás intereses. Si recibes como prenda el vestido de tu prójimo, deberás devolvérselo al ponerse el sol. Porque, ¿cómo podrá dormir, si eso es lo único que tiene para cubrirse? Y si él me pide ayuda, yo lo atenderé, porque soy misericordioso (Ex 22:20-22, 24-26).
El amor que Dios exige de nosotros no es un sentimiento cálido y tierno, sino una demostración de respeto, compasión, generosidad y humilde servicio hacia nuestras hermanas y hermanos necesitados.
Jesús habla con frecuencia del amor en los Evangelios. Por ejemplo, “El que me ama, obedecerá mi palabra—dice el Señor—y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y con él nos quedaremos a vivir” (Jn 14:23). El amor es lo que Dios es, de modo que cuando amamos a Dios y a nuestro prójimo, estamos participando en la vida interior de Dios, la Santísima Trinidad.
El amor es la fuente de toda la vida. El libro del Génesis nos dice que Dios creó el mundo (todas las cosas visibles e invisibles) por puro amor. Y cuando nuestros primeros padres desobedecieron el mandato de Dios y faltaron a su deber de amarle de todo corazón, se estaban eligiendo a sí mismos antes que a Dios. Eligieron el “yo” por encima de Dios y del prójimo, y como resultado fueron expulsados de su patria y obligados a vivir la dura vida de los exiliados en una tierra extranjera.
San Juan Evangelista nos dice que “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). Fue el amor generoso de Dios lo primero que nos creó, y ese mismo amor desinteresado—encarnado en la persona de Jesucristo—era lo único que podía rescatarnos de nuestra condición humana carente de amor.
Los seguidores de Jesús creen que somos creados, redimidos y santificados por el amor divino (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Y estamos capacitados por la gracia de Dios para superar nuestra inclinación natural (pecado original) a anteponer nuestras propias necesidades y deseos egoístas a cualquier otra cosa.
Los dos mandamientos—amar a Dios por encima de todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos—no restringen nuestra libertad ni nos impiden vivir con alegría. Muy por el contrario, cuando nos vaciamos realmente de egoísmo y amamos de verdad a los demás como manda Jesús, ¡nos convertimos en hombres y mujeres libres cuyas vidas están llenas de alegría! †