Cristo, la piedra angular
El regalo de Dios para nosotros: amor puro e incondicional
El sexto domingo de Pascua nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el amor, no como el mundo lo define, sino como Cristo nos lo da a conocer.
En la segunda lectura (1 Jn 4:8), san Juan nos dice que Dios es amor, pero la palabra “amor” tiene diferentes significados. ¿Qué clase de amor vemos cuando miramos a Jesús, que es el rostro de Dios?
“El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos” (Jn 15:13), nos dice Jesús en el Evangelio. El amor divino es lo que el escritor inglés C.S. Lewis llamaba “amor-don”: es generoso, desinteresado y totalmente absorto en el bien de los demás.
El propio acto de la creación fue una expresión de la naturaleza amorosa de Dios. Dios creó el mundo como un acto de entrega generosa, e incluso ahora el Espíritu Santo de Dios infunde vida a cada ser vivo, incluido cada hombre, mujer, niño y niña, por amor puro e incondicional.
Los cristianos creemos que la decisión libre de Dios de convertirse en uno de nosotros en la persona de Jesús de Nazaret, fue un acto de amor-don. Como leemos en la segunda lectura de este domingo, en lugar de permitir que la humanidad siguiera perdida y desamparada a consecuencia del pecado, es decir, del alejamiento deliberado de Su amor, Dios Padre nos envió a su Hijo único, Jesús, “en expiación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10).
La palabra “expiación” significa un acto de penitencia o compensación por un mal cometido. Es la reparación por el pecado, y creemos que ningún poder humano por sí mismo es lo suficientemente fuerte como para compensar los pecados que la humanidad ha cometido contra Dios. Únicamente un amor más fuerte que la muerte, el amor abnegado del propio Dios, es lo bastante poderoso para expiar nuestros pecados.
C.S. Lewis identifica una segunda categoría de amor que denomina “amor-necesidad.” Todos necesitamos amor, incluida la atención que los niños requieren de sus padres y la amistad que todos buscamos. Sabemos que no es bueno para nadie estar completamente solo, sin el compañerismo o la comunión que se vive entre cónyuges, familiares, amigos, vecinos y conciudadanos. Esa es una de las razones por las que el eros (amor romántico) está integrado a nuestro ser: para ayudarnos a salir de nosotros mismos y unirnos a otra persona de acuerdo con la voluntad de Dios para nosotros.
El amor-necesidad es importante ya que sin él nos marchitaríamos y nos sumiríamos en la soledad y la desesperación. Pero el amor-necesidad llevado al extremo puede ser destructivo. La mayoría de nosotros hemos experimentado, hasta cierto punto, el “amor” codicioso, exigente o excesivo, la cara opuesta del amor; pero cuando el amor-necesidad está desprovisto de límites, se convierte en su contrario que no es amor en absoluto. Por eso el autodominio y la disciplina son tan importantes en las relaciones personales, especialmente en el ámbito de la sexualidad humana.
El amor de Dios, que vemos tan claramente en Jesús, en su Madre y en todos los santos, transforma el amor-necesidad ordinario en algo mucho más poderoso y vivificante.
El Evangelio según san Juan cita a nuestro Señor diciendo a sus discípulos: “Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes. Permanezcan en mi amor. Pero sólo permanecerán en mi amor si cumplen mis mandamientos, lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15:9-10). Entonces, Jesús nos da su mandamiento: “que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15:12).
El amor que Jesús nos profesa es el amor-don: es amable, generoso, desinteresado y está dispuesto a sacrificar la vida misma en aras de nuestra felicidad y bienestar.
Jesús sabe que nunca podremos alcanzar la clase de amor-don perfecto que él tiene por nosotros. Únicamente María, que por la gracia de Dios fue concebida sin pecado, pudo vivir sin experimentar los efectos destructivos del pecado original. El resto de nosotros, incluidos todos los santos, tenemos que superar la tendencia a permitir que el amor-necesidad se apodere de nuestras vidas.
Jesús nos aclara que: “Les he dicho esto para que participen en mi alegría y la alegría de ustedes sea completa” (Jn 15:11). El amor-don es la fuente de la auténtica satisfacción y alegría. Cuando, con la ayuda de la gracia de Dios, podemos dejar a un lado nuestras propias necesidades y deseos, por muy necesarios que estos sean a menudo, para entregarnos por completo a los demás, podemos experimentar la plenitud de la alegría.
Todos necesitamos amor pero, paradójicamente, lo encontramos dándolo. El amor-don es el amor de Dios, el don más poderoso que nos ha dado, y podemos experimentarlo directamente en los sacramentos (especialmente la sagrada Eucaristía y el sacramento de la reconciliación).
Jesús nos ha enseñado lo que es el verdadero amor: “El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos” (Jn 15:13). Somos amigos de Jesús si cumplimos con el mandamiento que nos dejó: “Que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15:12). †