Cristo, la piedra angular
¿Acepta la invitación de Dios?
A medida que el año eclesiástico se acerca a su fin, las lecturas dominicales nos dicen que, en efecto, las cosas empeorarán antes de mejorar. Esto es obviamente cierto para nosotros como individuos ya que cada uno debe experimentar la muerte—la destrucción de nuestros cuerpos físicos—antes de poder entrar en la vida nueva y mejor que se nos ha prometido en Cristo.
Observemos que esta nueva vida se nos promete, pero no está garantizada. Somos libres de rechazar la oferta de unión con Dios, y podemos elegir pasar la eternidad apartados del abrazo amoroso de Dios.
Sin embargo, nos anima la esperanza de que nosotros, y todos nuestros hermanos y hermanas, veamos la luz y busquemos el perdón de nuestro Padre celestial, que está deseoso de compartir con nosotros la alegría del cielo.
De hecho, toda la creación comparte el mismo destino y nuestra fe nos dice que todas las cosas experimentarán el mismo tipo de disolución física que cada uno de nosotros conocerá en la muerte; Jesús nos lo confirma en la lectura del Evangelio del 33.o domingo del tiempo ordinario (Mc 13:24-32):
“Les aseguro que no pasará la actual generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo. Solamente el Padre lo sabe” (Mc 13:30-32).
Cada cosa material que Dios ha hecho es finita y todo en el universo físico pasará a mejor vida en un momento que desconocemos: “Cuando hayan pasado los sufrimientos de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna perderá su brillo; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se estremecerán” (Mc 13:24-25). Solamente los seres espirituales que participan de la propia vida de Dios, sobrevivirán, ya sea en la alegría eterna del cielo o en el dolor eterno del infierno.
En la primera lectura de este domingo (Dn 12:1-3), escuchamos las palabras del profeta visionario Daniel:
“Despertarán muchos que duermen en el polvo de la tierra: unos a una vida eterna, otros a la vergüenza y al desprecio eternos. Los sabios brillarán como el resplandor del cielo, y los que convirtieron a otros a la justicia lucirán como las estrellas para siempre” (Dn 12:2-3).
El cielo y el infierno son artículos de fe para los católicos puesto que creemos que estamos llamados a vivir para siempre en comunión con todos los ángeles y los santos en la alegría de la presencia de Dios, pero también sabemos que somos personas libres con libre albedrío.
Por lo tanto, Dios no se impone a su creación. Envió a su Hijo para redimirnos del poder del pecado y de la muerte. Nos ama, nos guía y nos apoya, siempre, pero al final, somos nosotros quienes tomamos la decisión. ¿Aceptaremos la invitación de Dios? ¿O seguiremos atascados en nuestros pecados, incapaces de desprendernos de los deseos y acciones egoístas que nos impiden abrazar la luz de Cristo frente a los poderes de las tinieblas?
Las lecturas de este domingo nos plantean serias reflexiones sobre la verdad de nuestra mortalidad individual y la “opción fundamental” que cada uno de nosotros tiene de abrazar el misterio de Dios o rechazar lo que no podemos conocer y valernos por nuestra cuenta ante la muerte.
Sin embargo, las lecturas no pretenden ser desesperanzadoras ni desalentadoras. Por el contrario, se nos invita a esperar en el Señor y a confiar en que Su amor y Su misericordia triunfarán sobre todo mal que encontremos como individuos y como el mundo que Dios creó y ama incondicionalmente.
Por este motivo, en el salmo responsorial cantamos:
“Por eso se alegra mi corazón, mi interior se regocija, todo mi ser descansa tranquilo, pues no me abandonarás en el reino de los muertos, no permitirás que tu fiel vea la tumba. Tú me muestras el camino de la vida, junto a ti abunda la alegría, a tu lado el gozo no tiene fin” (Sal 16:9-11).
Como discípulos de Jesucristo, tenemos plena confianza en el poder de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) para sostenernos ante cualquier prueba y tribulación que nos aguarde. Creemos que Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros.
Si bien es cierto que debemos cooperar con la gracia de Dios para ganar nuestro lugar (inmerecido e inmerecido) en nuestro hogar celestial, se nos ha dado el Espíritu Santo precisamente para ayudarnos a tomar las decisiones correctas. Ven, Espíritu Santo. Llena nuestros corazones con la sabiduría y el poder para elegir la alegría eterna en el cielo. †