Cristo, la piedra angular
Solo Dios merece la gloria y potencia nuestras vidas con su amor
Toda la gloria, laúd y honor para ti, Redentor, Rey, a quien los labios de los niños hicieron resonar dulces hosannas. Tú eres el Rey de Israel y el Hijo real de David, ahora en el nombre del Señor que viene, el Rey y el ungido. (himno de Theodulf of Orléans)
¿Qué significa “gloria a Dios”? La palabra griega doxa, que traducimos al español como “gloria,” significa literalmente “cargado” o “pesado.”
En la Biblia, doxa se refiere a la importancia o estima que se concede a personas poderosas como el rey Salomón. Pero esta palabra también se utiliza para referirse al “brillo” o la “luminosidad” de Dios, como en la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor: “Y fue transfigurado delante de ellos. Su cara resplandeció como el sol, y sus vestiduras se hicieron blancas como la luz” (Mt 17:1-2).
Solo Dios es merecedor del honor o la gloria supremos; solo Él es la fuente de luz insuperable en la oscuridad de este mundo; solo Dios es digno de nuestro agradecimiento y alabanza sin reservas.
El próximo domingo concluimos el año de gracia de la Iglesia con la celebración de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo (Cristo Rey). Jesucristo es aquel a quien damos toda la gloria, laúd y honor. Es cierto que a menudo ensalzamos a celebridades, políticos y atletas, y les rendimos lo que podría denominarse una forma «ligera» de gloria y honor a los integrantes ricos y famosos de nuestra sociedad. Su importancia, y su luminosidad, son un tenue reflejo (a veces una auténtica distorsión) de la gloria que solamente se encuentra en Dios.
La primera lectura del domingo de Cristo Rey del Libro de Daniel destaca la importancia y la universalidad de la realeza divina:
“En esa visión nocturna, vi que alguien con aspecto humano venía entre las nubes del cielo. Se acercó al venerable Anciano y fue llevado a su presencia, y se le dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo adoraron! ¡Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino jamás será destruido!” (Dn 7:13-14).
Dios no es un líder político ordinario o una celebridad, alguien que va y viene sin dejar una huella duradera. Su dominio, o señorío, es eterno e indestructible. Personas de todas las naciones, lenguas y culturas reconocen su soberanía, le sirven y lo glorifican.
En la segunda lectura del domingo, tomada del Apocalipsis (Ap 1:5-8), escuchamos una poderosa confirmación de la gloria de Dios:
“Y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los resucitados y el dominador de todos los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha liberado con su muerte de nuestros pecados, al que ha hecho de nosotros un reino y nos ha constituido sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por siempre. Amén” (Ap 1:5-6).
Jesús el hombre, que es como nosotros en todo menos en el pecado, da un poderoso testimonio de la grandeza de Dios. “Yo soy el Alfa y la Omega—dice el Señor Dios—, “el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Rv 1:8). En él, vemos el rostro de Dios brillando más que el sol; en él se disipan todas las tinieblas y se nos da el poder de ver y comprender los misterios de la creación de Dios.
Pero como para evitar que nos abrume el deslumbrante resplandor de la gloria de Dios, la lectura del Evangelio para la solemnidad de Cristo Rey (Jn 18:33-37) nos devuelve de los magníficos cielos a la fría y cruel Tierra.
Aquí vemos a Jesús hombre, que ha sido golpeado, azotado y condenado a muerte. El gobernador romano, Poncio Pilato, que representa a todos los dirigentes políticos de todas las épocas y culturas, desafía a Jesús en su pretensión de ser rey. La respuesta del Señor es escalofriante por su sencillez y claridad: “Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis servidores habrían luchado para librarme de los judíos. Pero mi reino no es de este mundo” (Jn 18:36).
Solamente Dios es merecedor de gloria, pero su majestad y su poder son totalmente diferentes de lo que experimentamos o esperamos de los gobernantes terrenales o de las celebridades. Cristo, nuestro Rey, gobierna con humildad, integridad y amor abnegado. Nunca menosprecia a sus súbditos ni desprecia sus necesidades o preocupaciones. Su gloria jamás es pomposa ni engreída. Su brillo nunca oscurece la realidad, sino que su luz ahuyenta la oscuridad y la confusión para revelar la verdad.
Este domingo de Cristo Rey, tomemos la determinación de dar gloria a quien la merece. Cantemos las alabanzas de nuestro Redentor que nos ha liberado del pecado y nos ha convertido en un reino de discípulos fieles y misioneros llamados a amar y servir a los demás como Jesús nos enseñó. †